Nos dice hoy Almudena Grandes en El País...
Si el miércoles pasado yo no hubiera estado en la puerta del Palace,
esta semana volvería a recomendarles que se dedicaran a tomar el sol. La
limosnita que ha pedido Bankia, la soberbia de Dívar, la habilidad con
la que Aguirre, una vez más, ha logrado escurrir el bulto de sus
mentiras sobre el déficit de la Comunidad de Madrid, lanzando un anzuelo
tan extremadamente burdo –que si silban o si no silban- que parece
mentira que todo el mundo haya vuelto a morderlo, no son para menos.
Pero el miércoles yo estaba en la puerta del Palace cuando vi a Teresa,
una dirigente de la UGT que bajaba la cuesta con la cara desencajada.
En aquel momento no llevaba insignias ni banderas, ningún logotipo que la identificara. Con un uniforme de simple ciudadana, estaba parada en la Carrera de San Jerónimo, frente al Congreso, esperando a unos amigos, cuando vio a un policía venir derecho hacia ella. ¿Es usted de un sindicato?, le preguntó sin más preámbulos. Sí, señor, le contestó, desde hace muchos años. Entonces, el policía, señalando con el índice hacia la plaza de Neptuno, donde iba a celebrarse una velada de protesta contra la reforma laboral, le dijo, pues váyase para abajo porque no tiene usted permiso para estar aquí.
Ya sé que, con la que está cayendo, este diálogo parece poca cosa, pero yo creo que no lo es. Porque no se trata, ya no, de la proverbial resistencia de este gobierno a reconocer la legitimidad de las organizaciones sindicales, sino de un indicio gravísimo de degradación de las instituciones. En un estado democrático, un policía no puede impedir a un ciudadano que esté donde le dé la gana, siempre que no esté delinquiendo. Y la pertenencia a un sindicato, no sólo no es un delito. Es, todavía y además, un derecho recogido en el artículo 28 de la Constitución, ese texto que cada vez se parece más a un papel mojado.
En aquel momento no llevaba insignias ni banderas, ningún logotipo que la identificara. Con un uniforme de simple ciudadana, estaba parada en la Carrera de San Jerónimo, frente al Congreso, esperando a unos amigos, cuando vio a un policía venir derecho hacia ella. ¿Es usted de un sindicato?, le preguntó sin más preámbulos. Sí, señor, le contestó, desde hace muchos años. Entonces, el policía, señalando con el índice hacia la plaza de Neptuno, donde iba a celebrarse una velada de protesta contra la reforma laboral, le dijo, pues váyase para abajo porque no tiene usted permiso para estar aquí.
Ya sé que, con la que está cayendo, este diálogo parece poca cosa, pero yo creo que no lo es. Porque no se trata, ya no, de la proverbial resistencia de este gobierno a reconocer la legitimidad de las organizaciones sindicales, sino de un indicio gravísimo de degradación de las instituciones. En un estado democrático, un policía no puede impedir a un ciudadano que esté donde le dé la gana, siempre que no esté delinquiendo. Y la pertenencia a un sindicato, no sólo no es un delito. Es, todavía y además, un derecho recogido en el artículo 28 de la Constitución, ese texto que cada vez se parece más a un papel mojado.
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